domingo, diciembre 05, 2004

TAMBIÉN ESTUVIMOS CON EL INDIO NI JARPA / x Equipo Ubre

Antes de que Plan B y Contacto publicaran sus reportajes acerca de la “Comunidad Indígena Amazónica”, nosotros visitamos su “maloja”. Queríamos golpear, así es que fuimos como reporteros encubiertos. Nos pillaron. Nos echaron. Ahora nos despojamos de la vergüenza y revelamos en este artículo no sólo nuestra torpeza, sino también otro interesante relato acerca de esta comunidad de timadores y gángsteres.

El indio Saracay (también registrado por la cámara de Contacto) luce un buzo-pijama en piel sintética con estampados de leopardo y una corona de plumas estilo sioux-hollywoodense, todas prendas que en el Amazonas no utilizan ni para disfrazarse. Foto: www.canal13.cl

Del la existencia del indio Ni Jarpa nos avisó un amigo que se sorprendió hasta maravillarse con los inverosímiles relatos que escuchaba en radio Sintonía, todos los días a las 13:30 horas. Se trataba de un tipo que decía ser “indio” y que, a su manera, se hacía pasar por tal. A su manera, porque su “ser indio” consistía simplemente en feminizar o deformar ilógicamente todo lo que mencionaba, diciendo cosas como “la corazona”, “la teléfona”, “la jetografía” (fotografía), “la testimonia”, “la relación a la sexual” o “muy buena las tardes”, por nombrar sólo algunas de sus expresiones.

También decía que su fin era ayudar a la gente, a todos los desesperados que lo llamaban a “la cachubaca” (una especie de central telefónica de la Comunidad). Para ello, por supuesto, los diagnosticaba. “A usted le hicieron una trabaja”, era la conclusión más habitual a la que solía llegar después de escuchar a maridos con sospechas de infidelidad, sujetos con dolor de espalda, señoras que se llevan mal con sus nueras o cualquier padecimiento imaginable. Una “trabaja” es una especie de mal de ojo, una maldición que alguien le arrojó a la víctima.

Todos quienes no sufrieran de una angustia tal como para volverse vulnerables a este tipo de “terapeutas”, no podían llegar a otra conclusión después de escuchar el programa (que también se transmite en las tardes en las radios Nina y Colo Colo): “este tipo es un chanta”. Con esa sencilla tesis al frente decidimos conocer al indio Ni Jarpa, que apoyaba su trabajo en otros tres compañeros de comunidad: el indio Saracay, la indiecita Sol Mar y el indio Luna Blanca.

Lo primero fue llamarlos al programa (únicos 30 minutos de “atención telefónica” que ofrecen), con el sencillo cuento de una mujer que cree que el marido la puede estar engañando (de más está decir que el nombre, la fecha de nacimiento, el estado civil y la crisis emocional de la persona eran completamente falsos). Al otro lado de la línea atiende un telefonista que hace las preguntas de rigor: nombre, edad, estado civil, por qué llama, “ah, y usted cree que puede andar con otra persona”, “¿y llega tarde?”, “¿y le dice que se quedó trabajando, cierto?”, “ah, ya, y está como más distante”.

El sujeto toma nota, esperamos unos instantes y ya estamos al aire. Nos atiende el indio Luna Blanca. Allí, se repite la dinámica de todos los llamados: “regáleme su fecha de la nacimienta, hermana civilizada”, a partir de la cual comenzaba a “ver” todos los problemas de la interlocutora.

Bueno, se la regalamos. “Uy, madre santa. Usted es una mujer casada, ¿cierta?”. “Le voy a ser sincero y honesto, hermana mía, en esta matrimonia, en esta relaciona entre ustedes, últimamente esposito ha cambiado mucho”; “disculpare quien yo ser franco: hay una mujer de por medio, lo estoy viendo en fecha de la nacimienta”; “¿no ha notado, hermana civilizada, que él como que desaparece?”, “porque incluso, hermana mía, ya no es lo mismo de antes, él se ha distanciado, se ha alejado”.

Impresionante, a partir de la fecha de nacimiento el iluminado indio Luna Blanca… repitió todo lo que ya habíamos dicho al telefonista. Pero, momento, no seamos injustos, no es tan así. El indiecito siguió mirando la fecha y pudo agregar también nuevos antecedentes al caso: “a usted la veo un poco deprimida, hermana mía”; “muchas veces usted se siente sola, se siente triste”. Notable, simplemente pensando en el día en que a nuestro personaje se le ocurrió nacer, él pudo adivinar que estaba deprimida. Claro, normalmente una persona que está segura de que su pareja la engaña se deprime, pero ése es un detalle, no quitemos méritos a Luna Blanca.

“¿Y quién es esa mujer?”, pregunta nuestra desesperada hermana civilizada. “Cuando yo se la muestre en mi maloja usted se va a dar de cuenta. Usted me tiene que visitare, me tiene que traer una jetografía del hombre. Miraflores 459, entre Merced y Monjitas”. Y listo, así se atrapa a las víctimas, porque ir a ver a los indios de la Comunidad Indígena Amazónica implica un costo mínimo-mínimo de $5 mil, que es el valor de la consulta. Allí sugerirán un tratamiento que engrosará esa cifra en varios ceros, y se supone que podremos ver el rostro de la amante en el fondo de un vaso de agua.

Y claro, es fácil, no hay que aplicar la receta de ningún poderoso antepasado amazónico. Basta y sobra con el sentido común y con decirle a una persona con cierto nivel de desesperación lo que quiere escuchar. Es así: mujer cree que su marido la engaña = está deprimida; mujer cree que su marido la engaña = también sospecha con quién. Esta sospecha combinada con la angustia, harán que fácilmente vea el rostro sospechoso en el fondo de un vaso de agua, de vino, de té o de lo que sea, porque seguramente lo ve hasta en el techo de su propia habitación.

CON PIELES POR EL AMAZONAS

La prenda oficial en la selva amazónica es el taparrabos. Los indios de la Comunidad ni se preocuparon de enterarse cómo eran los indígenas del lugar del cual dicen provenir. Simplemente asimilaron la palabra “indio” con los de las películas de vaqueros que, obviamente, han visto. Foto: www.chibchombia.com

Esa misma tarde fuimos a la maloja. Bastó con que nos abrieran la puerta de Miraflores 459 para que una mirada inquisidora se posara sobre nosotros. Algo estábamos haciendo mal. Al llegar a la sala de espera supimos de qué se trataba: no era algo usual que llegaran personas que no fueran de sectores populares ni demasiado jóvenes, lo que ya nos hacía sospechosos de algo. Pero bueno, ya estábamos allí, debíamos seguir adelante.

Como primerizos en esto de las operaciones encubiertas simplemente seguimos el curso que se nos iba indicando: entramos, reportamos nuestra llegada, pagamos los $5 mil de la consulta, recibimos una boleta a nombre de Patricia González y nos sentamos a esperar nuestro turno para ver de frente a los indios. Mientras, observamos.

La decoración del lugar era una gran mezcla: todo lo que tuviera relación con los pueblos originarios de alguna parte tenía cabida allí, no importaba que fuera mapuche, aymará, inca o africano. Daba exactamente lo mismo, aunque había una especial inclinación por el estilo de los siouxs norteamericanos. De amazónico, nada.

Por los parlantes sonaba insistentemente una música tribal africana y en las vitrinas de productos se exhibía lo mismo que en cualquier feria artesanal: inciensos de origen indio (de la India, se entiende), sahumerios de Brasil, velas piramidales, jabones para “limpiarse el cuerpo y el alma”, etc. Algunos sahumerios incluso tenían la imagen de una pareja en una puesta de sol estampada en el envoltorio. De nuevo, nada muy amazónico.

Cuando aparecen los dueños de casa esta tendencia se mantiene: uno de los indios, al parecer Saracay, vestía una especie de buzo (más bien parecía pijama) de falsa piel de leopardo, con una corona de plumas al estilo “jefe indio” de las películas de vaqueros sobre la cabeza. La india Sol Mar tampoco le apuntaba mucho: también un buzo y un gran gorro de pieles en la cabeza, de estilo un poco más apache. Es decir, todas prendas que ni al más friolento de los sujetos se le ocurriría ponerse en una zona de selvas tropicales, como son los alrededores del río Amazonas. El indio Ni Jarpa no estaba.

A un costado de la sala de espera había otra con fotografías y placas con leyendas impresas. Una de ellas tiene la frase que también mencionan como cierre al final del programa: “Dios nos lleva de lo bueno a lo mejor, y de lo mejor a lo excelente”. Y como estos indios deben aconsejar lo que suene adecuado, Luna Blanca tampoco tuvo problemas en decirle, en alguna ocasión, a una devota hermana civilizada que “lo importante es creer en Dios”, o en utilizar expresiones como “virgen santísima”, pese a que él, como buen indígena del Amazonas, no debería profesar la misma fe que las culturas judeo-cristianas.

INDIOS MODELO CNI

La india Sol Mar, registrada por la cámara oculta de Contacto, es realmente chilena y se llama Patricia González. Foto: www.canal13.cl

Y llegó nuestro turno. Después de una larga espera nuestra paciente fue llamada. Claro que adentro no la esperaba, precisamente, una sesión de ayuda que le permitiera sobrellevar los problemas derivados de la infidelidad de su inexistente marido. El escenario, más bien, se parecía al de un interrogatorio, claro que en vez de tipos con uniforme había sujetos vestidos de indio. Malhumorados indios de dudosa repetición, algo tanto o más intimidante que un uniforme de policía.

Lo habitual es que cada uno se dedique a un paciente. Esta vez Saracay y Sol Mar, los dos, estaban sentados tras la mesa. Él invita a nuestra voluntaria a sentarse y, luego, seriamente, le pide que voltee su cartera sobre la mesa. Ella se niega, pero ante la insistencia de los personajes se atemoriza y accede. Comienza a sacar de a una las cosas que guarda en su bolso. Cuando da por terminada esta inesperada operación, Saracay le arrebata la cartera y saca lo último que allí quedaba: una grabadora, señal inequívoca de la ocupación de su propietaria. Luego sabríamos que este procedimiento lo repiten en reiteradas ocasiones.

Afuera, en la sala de espera, un acompañante esperaba a nuestra periodista recién descubierta. La secretaria de la maloja sale apresuradamente de la consulta y sube el volumen de la música tribal, hasta entonces meramente ambiental, hasta niveles inusuales y poco gratos, transformando el ritmo monótono de los machacantes tambores en la muralla de sonido ideal para impedir que afuera pudiera escucharse siquiera algo de lo que adentro estaba sucediendo.

“Eres periodista”, insiste el indio Saracay dentro de la consulta, pese a los vanos intentos de nuestra voluntaria por asegurar que no lo era, ya no tratando de salvar el reportaje, sino el pellejo. Los indios, con un énfasis que se acerca peligrosamente a la amenaza y a la violencia, dicen que tienen recursos de protección vigentes y que nuestra actitud los viola, que ya antes habían tenido problemas con periodistas que los quisieron grabar (semanas después sabríamos que se trataba del equipo de Contacto). Finalmente, requisan el casete de la grabadora y piden que nos retiremos.

PSEUDO-INDIOS-TIMADORES

Bien, no nos resultó, pero todo esto nos entregó una nueva contradicción, que se suma a los trajes inspirados en las películas de vaqueros, las alusiones a Dios y el hablar feminizante, entre otras. Ahora también vemos a sujetos que a cada segundo de su programa dicen tener fines altruistas, ser buenos, pero que son capaces de hacer encerronas, amenazar y tener actitudes gangsteriles con quienes desean saber de ellos; tipos que temen de quienes duden de la veracidad de su cuento, que para cualquiera con un escepticismo mínimo resulta verdaderamente inverosímil e insostenible. Ya fuera de la maloja no tenemos dudas: los indios de la Comunidad Indígena Amazónica no sólo son chantas, además son delincuentes.
Quisimos que nuestro reporteo pasara a una fase dos. Planificamos nuevas visitas y solicitar una entrevista con el indio Ni Jarpa. Luego vino la emisión del reportaje que preparó Contacto y decidimos dar el nuestro por muerto. Ellos determinaron que tanto Ni Jarpa como Saracay no vienen de Venezuela, como dicen, sino que son colombianos, y que el verdadero nombre del primero es Arturo Neira Zamudio. La india Sol Mar, en tanto, es chilena y se llama Patricia González, la misma que pone su nombre para las boletas. A nombre de ella hay una costosa casa del sector oriente de la capital, mientras los “indios” se mueven en lujosos vehículos. Todos están asociados con otros falsos curanderos.
En el programa constataron también que ésta es una comunidad de estafadores, que embaucan a sus víctimas para cobrarles cifras que, en ocasiones, han llegado a millones de pesos, que los clientes pagan no tanto por el servicio prestado (por lo general, ridículos tratamientos), sino más bien por temor.
¿Por qué, entonces, contar esta historia trunca, añeja? Por que la Comunidad Indígena Amazónica sigue funcionando, y sus falsos indios continúan recibiendo a incautos y desesperados “hermanos civilizados” que llegan hasta ese lugar buscando una última salida a los problemas que los ahogan, sin saber que de allí saldrán, además de con el problema intacto, con un hoyo en el bolsillo, con la angustia de ser presionados por verdaderos gángsteres y con la vergüenza de haber confiado en personajes tan indignos de ello.
Mientras, los teléfonos siguen sonando en “la cachubaca”: “Madre mía, regáleme fecha la nacimienta… Uy, Dios mío, Virgen santísima. En esta fecha la nacimienta, hermana mía, le soy sincero y honesto, veo flecha atravesada en su corazón. Veo un fracaso en el amor que tú haber tenido… Le voy a ser sincero y honesto, no le conviene acercarse con este hombre… Había personas que, le soy sincero y honesto, no los quisieron ver juntos. ¿Usted lo sabía? ¿No lo sabía? Bueno, ahora lo sabe. Usted me va a tener que venir a visitare, tráigame la jetografía de él, yo le voy a decir qué vamos a hacer. Miraflores 459, entre Merced y Monjitas”.

LAS PEQUEÑAS AMBICIONES QUE NOS DEJARON AQUELLOS AÑOS FRANCESES / x Bautista Martínez

Las últimas décadas del siglo XIX en Chile tuvieron en Francia no sólo a su modelo institucional, sino también a un patrón cultural, cuya influencia se manifestó en los más mínimos detalles de buena parte de una sociedad que importó sin filtro hábitos y costumbres que, según Francisco Javier González, doctor en historia de la Universidad de París I y autor de una rigurosa investigación denominada “Aquellos Años Franceses”, resurgen con similares características en nuestros tiempos.

¿Habría paseado el "Dandy chileno" por el Parque Cousiño?

Quiso Chile tener su bella época, calcada a imagen y semejanza de lo que fue la cultura francesa del último tercio del siglo XIX. Vivir, vestir, hablar, y hasta caminar como se hacía en París, fue una obsesión que caló tan hondo en la esfera ilustrada y aristocrática chilena, que se terminó por importar un modelo de sociedad que hasta hoy día asoma destellos en nuestra idiosincrasia.

La admiración por lo francés en algunos sectores de la sociedad chilena de finales del siglo XIX llevó a muchos chilenos a desmarcarse de lo propio, para adoptar conductas foráneas en pos de proyectar una imagen supuestamente glamorosa y refinada. El académico Francisco Javier González, autor del libro “Aquellos años franceses”, reconoce tintes esnobistas en esta fascinación. González cuenta, por ejemplo, que en las memorias del pintor Ramón Subercaseaux se describe cómo en Santiago todo el mundo quería decorar su casa con ornamentación francesa, y que para ello muchas veces se compraban burdas imitaciones fabricadas en serie en Marsella. “Sin embargo, en Chile el buen tono hacía necesario hacerlas pasar como verdaderas. En el fondo todos sabían que no lo eran, pero valía la pena aparentar”, dice.

Todo lo que tuviera perfume a francés era bienvenido, independiente de cómo y dónde se usara. González cuenta que era común ver mujeres que se paseaban con aires parisinos en los paseos de la Alameda o el Parque Cousiño, con vestimentas no siempre acordes con los dictados de la moda francesa. Claro, las comunicaciones no eran como ahora, y si llegaba una postal o revista de Francia con imágenes de damas de la alta sociedad gala vestidas con trajes propios de la aristocracia, usados para alguna ceremonia estelar, poco importaba acá en Chile, donde se utilizaban esos pomposos ropajes simplemente para deambular por las calles. La consigna era imitar.

Del Dandy del club al Dandy del flash

Pero, para el historiador, ese aire de esnobismo se ve reflejado cotidianamente también en nuestros tiempos. “Hay, en muchos, un afán de figuración, de estar en todas las fotos de la vida social, en todas las inauguraciones y en cuanto asunto relacionado con algo cultural.” En su libro, que por lo demás aborda otras muchas instancias más estructurales en las que la cultura francesa influyó en Chile, González describe a un personaje, el dandy, que existió en Chile a finales del siglo XIX y principios del XX, y que era –según el autor–, en su acepción más popular, el típico jovencito “hijo de su papá”, extremadamente elegante y refinado, que vive para pasarlo bien, superficial, con una cultura de barniz, derrochador, y que se mostraba con aires de europeo en espacios públicos y privados. “No fueron muchos –dice–, pero se hicieron notar y se transformaron en el hazmerreír de la sociedad santiaguina”.

Según González, existe hoy un cierto retorno de este dandy, y argumenta que “aunque ha evolucionado, conserva características similares. En la actualidad siguen teniendo esa fuerte atracción por la figuración, pero ahora lo hacen buscando las cámaras, el flash, la grabadora, en fin, el espectáculo. Creo que estos personajes existen en algunos círculos sociales y en la llamada farándula, que en realidad no es más que otro mundo de apariencias en que actúan unos personajes que cultivan el mal gusto. Quizás no conocen otro”, asegura.

El autor de “Aquellos años franceses” también reconoce otro fenómeno eminentemente esnobista que aparece en la sociedad chilena contemporánea, y que también responde a una necesidad de aparentar una atmósfera supuestamente refinada. González distingue una cierta pretensión en la creciente fascinación por el buen vino o las comidas exóticas. Comenta que “al chileno siempre le ha gustado el vino y es lógico que le guste más el que es mejor. Ahora bien, es verdad que hay algo de moda en esto de las catas. Muchos se dicen expertos y empiezan a encontrar en los vinos cualidades que ni siquiera conoce el mejor enólogo de Bordeaux. No les importa la comida, el café o el vino, lo que les atrae es sentirse parte de un supuesto mundo elegante, exclusivo o alternativo”.

Más allá de lo singular que pueda resultar la importación sin filtro de hábitos estéticos u ornamentales que hubo en Chile, y que hasta hoy, de algún modo, se manifiestan en nuestra sociedad a partir de modelos no necesariamente franceses, Francisco Javier González advierte una falta de identidad preocupante: “Quizás estamos proyectando pura publicidad, un país de folleto turístico, un país de documental. Nos hemos estado mimetizando demasiado con un mundo que, siendo muy bueno, tiene un solo defecto: no es el nuestro”.

FÉRTIL PARRA Y SEÑALADA / x Isabel Molina

El antipoeta Nicanor Parra cumplió 90 años y los celebró a su manera, es decir, lejos de cualquier flashazo oportunista y de cualquier molde que la adulación nacional le quiera imponer.


Nicanor Parra estuvo de cumpleaños. Noventa años cumplió el antipoeta y prácticamente no fue a ningún homenaje y celebraciones varias, sólo lanzó su libro “Lear Rey y Mendigo” en la Universidad Diego Portales y con sus amigos fue a un restorán en Las Cruces. Cultiva el bajo perfil el hombre, en su novena década.

Además fue a elevar volantines con los niños de Las Cruces, lugar en el que vive desde hace años. Prácticamente no da entrevistas, pero no se esconde de nadie, sino que se pasea como Pedro por su casa por cuanto lugar se le antoja y deja de ir al que no le tinca y al parecer prefiere mantenerse alejado de tanto foco.

Después de los apoteósicos festejos nerudianos con tren al sur, gala presidencial y entrega de medallas hasta para Bono de U2, los ánimos, a estas alturas, ya desconfían de tanta pomposidad. El notable Parra, que ya lleva más o menos seis candidaturas al Premio Nobel en el cuerpo, ni se inmutó con las celebraciones. Por ejemplo, mandó a su hija Colombina al homenaje que le hizo el Consejo Nacional de la Cultura y las Artes en el Metro de Santiago.

No es que Parra sea tampoco amigo de los lugares comunes, gracias a Dios. Prueba de ello está en su obra literaria, que para no ser majaderos no analizaremos en este minuto. Baste decir que la figura de Parra, al parecer, se sostiene por sí sola ante tanto homenaje solemne e informal, antología conmemorativa, ferias temáticas y demás parafernalia.

A una periodista de un canal de TV que se le acercó para hacer una entrevista en uno de los pocos eventos, el nonagenario le explicó que su último interés va por los chistes de Don Otto, otro personaje nacional. Y explicó que en estos chistes hay más sustancias que en los textos de otros poetas nacionales.

Y nótese que Parra venía de traducir a Shakespeare. En realidad, la traducción la realizó para el montaje que hizo el Teatro de la Universidad Católica el año 92, pero la publicación se hizo recién este año. En la Universidad Diego Portales hasta dijeron en la presentación del libro que Shakespeare suena Parra. Y Parra tradujo al “chileno” al autor más clásico, según el cliché literario, pero ahí está la manía de adular que se impone hoy por hoy y Parra seguramente estaba muerto de la risa.

“Creo más en el Kino que en el Nobel”, fue la sentencia parriana para tanto entusiasmo y llevada en andas que, en otros casos, sólo sirve para dejar hasta la coronilla al festejado. Por suerte, para los lectores, Parra pasa “piola”.

ELECTRÓNICA AGONÍA / x Sebastián Cerda

En la música electrónica actual no hay estilo, ni vanguardia, ni talento, ni nada. Ni siquiera música. Ni siquiera fiesta.


La llamada “música electrónica” actual dejó de ser música y se transformó en “onda”, en pose. Presentada originalmente como algo de “vanguardia” (muchos de sus seguidores actuales intentan vestirse de “vanguardistas”, y tal vez hasta se sientan así), hoy por hoy es un movimiento casi tan rasca como el ragga, el axé o cualquier otro llegado de la mano del Team Mekano (que es más chulo que Mekano mismo, valga la aclaración).

Todo parte en sus exponentes. Para ser “músico electrónico” no hay criterio de selección ni decantamiento alguno: cualquier mediocre con aspiraciones de estrella que aparezca por ahí, puede participar. El niño símbolo de esto es, sin dudas, el DJ, un técnico aficionado en computación o en sonido que normalmente no conoce ni la llave de sol, pero que se cree Jimmy Hendrix por apretar una tecla, colocar una estructura o meter un sonido en el momento preciso para el esqueleto prefabricado de su estilo, sin inventar nada.

Lo único que requiere alguien que quiera ser DJ es plata para comprarse los equipos y tiempo para aprender a usarlos, lo que deja la puerta abierta indiscriminadamente. En entrevista con Wikén el 9 de julio, Beto Cuevas dio, sin querer, un buen ejemplo de ello: “Es bueno abrirse, aparte de que lo de los DJ’s es tan fuerte que ya llegó hasta mi familia. La Estela (Mora, su mujer) se compró sus tornamesas y su mezclador, y ella tiene una onda más lounge, le gusta mucho la bossa nova. Ella y Diego (el hijo de ambos) están aprendiendo con un tipo que es experto en drum’n bass, y que conocieron en una tienda de vinilos”, contó. ¿Qué les enseñará el tipo de la tienda de vinilos? A usar los aparatos para aplicar el esquema (lounge, en este caso), nada más. Y qué otra cosa si no, si el talento no se enseña. Rodrigo Castro, de Marciano, bien sentencia esta situación: “Los DJ’s no me llaman la atención. Es un trabajo tan fácil de hacer que no me asombra en lo absoluto”, dijo a Emol en los primeros tiempos de su sitio “La música”.

El lugar de trabajo del DJ es la fiesta electrónica, una instancia que hoy, más que fiesta y divertimento, es evento social. Allí, el tipo se quiebra, se agarra minas y se deja halagar por supuestos entendidos que le regalan alabanzas del estilo “mezclas súper bien”, a quienes el DJ responderá con una sonrisa forzada, breve, por sobre el hombro.

De los asistentes, pocos van a bailar; menos, a escuchar música; la mayoría, simplemente a mostrarse (de ahí también la abundancia de aspirantes a famosos).

La “denuncia” (si cabe el término) viene de los mismos exponentes. Rodrigo Castro, en la entrevista mencionada, decía al respecto que “la gente va a desfilar más que a escuchar música. La misma música ha bajado su categoría y se ha transformado en un ejercicio banal y sin contenido (…) Creo que las fiestas de Street Machine están matando ese nicho cultural”.

El muy respetado Cristián Heyne (Shogún) relató algo similar en entrevista vía messenger con Erick Gravert, el programador de su antiguo sitio web, que aún se puede visitar, claro que ya como pieza arqueológica de la Internet (www2.netexplora.com/arboluna). En ella, Heyne (NO!) se quejaba ante Gravert (egf >>>>>>) por lo fome que era el público que iba a ver a Shogún en vivo. El chateo derivó en lo siguiente:

egf >>>>>> dice:
Como esta moda que traen a DJ’s internacionales y ahora resulta que a todos los weones les gustaba la música electrónica.

egf >>>>>> dice:
Onda que te lleven a tocar en Espacio Riesco.

NO! dice:
Como te digo, ahora es más masivo y chulo. Como esa ordinariez que había antes, el Tantra. Yo creo que la cosa electrónica es chula hace rato.

NO! dice:
Sólo estuvo realmente bien hasta 1996 ó 1997.

¿Y de ahí en adelante? Muy poco. Cada vez menos. Casi nada. Nada.

La música electrónica agoniza en la esfera que la atrapó y pretendió hacerse de ella. Hoy yace entre las carnes de Kathy Drouillas, mareada entre tanto meneo frenético y plástico, y adormilada en el viciado aire de la fiesta que motivó. Algunos exponentes sabrán sacar su nombre de la zona de esnobismo y mediocridad, sobrevivirán a su muerte y viajarán a un nirvana libre de apellidos, uno en que, independiente del sabor y el soporte de sus sonidos, se les tratará por lo que son. Se les llamará simplemente “músicos”.