ELECTRÓNICA AGONÍA / x Sebastián Cerda
En la música electrónica actual no hay estilo, ni vanguardia, ni talento, ni nada. Ni siquiera música. Ni siquiera fiesta.
La llamada “música electrónica” actual dejó de ser música y se transformó en “onda”, en pose. Presentada originalmente como algo de “vanguardia” (muchos de sus seguidores actuales intentan vestirse de “vanguardistas”, y tal vez hasta se sientan así), hoy por hoy es un movimiento casi tan rasca como el ragga, el axé o cualquier otro llegado de la mano del Team Mekano (que es más chulo que Mekano mismo, valga la aclaración).
Todo parte en sus exponentes. Para ser “músico electrónico” no hay criterio de selección ni decantamiento alguno: cualquier mediocre con aspiraciones de estrella que aparezca por ahí, puede participar. El niño símbolo de esto es, sin dudas, el DJ, un técnico aficionado en computación o en sonido que normalmente no conoce ni la llave de sol, pero que se cree Jimmy Hendrix por apretar una tecla, colocar una estructura o meter un sonido en el momento preciso para el esqueleto prefabricado de su estilo, sin inventar nada.
Lo único que requiere alguien que quiera ser DJ es plata para comprarse los equipos y tiempo para aprender a usarlos, lo que deja la puerta abierta indiscriminadamente. En entrevista con Wikén el 9 de julio, Beto Cuevas dio, sin querer, un buen ejemplo de ello: “Es bueno abrirse, aparte de que lo de los DJ’s es tan fuerte que ya llegó hasta mi familia. La Estela (Mora, su mujer) se compró sus tornamesas y su mezclador, y ella tiene una onda más lounge, le gusta mucho la bossa nova. Ella y Diego (el hijo de ambos) están aprendiendo con un tipo que es experto en drum’n bass, y que conocieron en una tienda de vinilos”, contó. ¿Qué les enseñará el tipo de la tienda de vinilos? A usar los aparatos para aplicar el esquema (lounge, en este caso), nada más. Y qué otra cosa si no, si el talento no se enseña. Rodrigo Castro, de Marciano, bien sentencia esta situación: “Los DJ’s no me llaman la atención. Es un trabajo tan fácil de hacer que no me asombra en lo absoluto”, dijo a Emol en los primeros tiempos de su sitio “La música”.
El lugar de trabajo del DJ es la fiesta electrónica, una instancia que hoy, más que fiesta y divertimento, es evento social. Allí, el tipo se quiebra, se agarra minas y se deja halagar por supuestos entendidos que le regalan alabanzas del estilo “mezclas súper bien”, a quienes el DJ responderá con una sonrisa forzada, breve, por sobre el hombro.
De los asistentes, pocos van a bailar; menos, a escuchar música; la mayoría, simplemente a mostrarse (de ahí también la abundancia de aspirantes a famosos).
La “denuncia” (si cabe el término) viene de los mismos exponentes. Rodrigo Castro, en la entrevista mencionada, decía al respecto que “la gente va a desfilar más que a escuchar música. La misma música ha bajado su categoría y se ha transformado en un ejercicio banal y sin contenido (…) Creo que las fiestas de Street Machine están matando ese nicho cultural”.
El muy respetado Cristián Heyne (Shogún) relató algo similar en entrevista vía messenger con Erick Gravert, el programador de su antiguo sitio web, que aún se puede visitar, claro que ya como pieza arqueológica de la Internet (www2.netexplora.com/arboluna). En ella, Heyne (NO!) se quejaba ante Gravert (egf >>>>>>) por lo fome que era el público que iba a ver a Shogún en vivo. El chateo derivó en lo siguiente:
egf >>>>>> dice:
Como esta moda que traen a DJ’s internacionales y ahora resulta que a todos los weones les gustaba la música electrónica.
egf >>>>>> dice:
Onda que te lleven a tocar en Espacio Riesco.
NO! dice:
Como te digo, ahora es más masivo y chulo. Como esa ordinariez que había antes, el Tantra. Yo creo que la cosa electrónica es chula hace rato.
NO! dice:
Sólo estuvo realmente bien hasta 1996 ó 1997.
¿Y de ahí en adelante? Muy poco. Cada vez menos. Casi nada. Nada.
La música electrónica agoniza en la esfera que la atrapó y pretendió hacerse de ella. Hoy yace entre las carnes de Kathy Drouillas, mareada entre tanto meneo frenético y plástico, y adormilada en el viciado aire de la fiesta que motivó. Algunos exponentes sabrán sacar su nombre de la zona de esnobismo y mediocridad, sobrevivirán a su muerte y viajarán a un nirvana libre de apellidos, uno en que, independiente del sabor y el soporte de sus sonidos, se les tratará por lo que son. Se les llamará simplemente “músicos”.
La llamada “música electrónica” actual dejó de ser música y se transformó en “onda”, en pose. Presentada originalmente como algo de “vanguardia” (muchos de sus seguidores actuales intentan vestirse de “vanguardistas”, y tal vez hasta se sientan así), hoy por hoy es un movimiento casi tan rasca como el ragga, el axé o cualquier otro llegado de la mano del Team Mekano (que es más chulo que Mekano mismo, valga la aclaración).
Todo parte en sus exponentes. Para ser “músico electrónico” no hay criterio de selección ni decantamiento alguno: cualquier mediocre con aspiraciones de estrella que aparezca por ahí, puede participar. El niño símbolo de esto es, sin dudas, el DJ, un técnico aficionado en computación o en sonido que normalmente no conoce ni la llave de sol, pero que se cree Jimmy Hendrix por apretar una tecla, colocar una estructura o meter un sonido en el momento preciso para el esqueleto prefabricado de su estilo, sin inventar nada.
Lo único que requiere alguien que quiera ser DJ es plata para comprarse los equipos y tiempo para aprender a usarlos, lo que deja la puerta abierta indiscriminadamente. En entrevista con Wikén el 9 de julio, Beto Cuevas dio, sin querer, un buen ejemplo de ello: “Es bueno abrirse, aparte de que lo de los DJ’s es tan fuerte que ya llegó hasta mi familia. La Estela (Mora, su mujer) se compró sus tornamesas y su mezclador, y ella tiene una onda más lounge, le gusta mucho la bossa nova. Ella y Diego (el hijo de ambos) están aprendiendo con un tipo que es experto en drum’n bass, y que conocieron en una tienda de vinilos”, contó. ¿Qué les enseñará el tipo de la tienda de vinilos? A usar los aparatos para aplicar el esquema (lounge, en este caso), nada más. Y qué otra cosa si no, si el talento no se enseña. Rodrigo Castro, de Marciano, bien sentencia esta situación: “Los DJ’s no me llaman la atención. Es un trabajo tan fácil de hacer que no me asombra en lo absoluto”, dijo a Emol en los primeros tiempos de su sitio “La música”.
El lugar de trabajo del DJ es la fiesta electrónica, una instancia que hoy, más que fiesta y divertimento, es evento social. Allí, el tipo se quiebra, se agarra minas y se deja halagar por supuestos entendidos que le regalan alabanzas del estilo “mezclas súper bien”, a quienes el DJ responderá con una sonrisa forzada, breve, por sobre el hombro.
De los asistentes, pocos van a bailar; menos, a escuchar música; la mayoría, simplemente a mostrarse (de ahí también la abundancia de aspirantes a famosos).
La “denuncia” (si cabe el término) viene de los mismos exponentes. Rodrigo Castro, en la entrevista mencionada, decía al respecto que “la gente va a desfilar más que a escuchar música. La misma música ha bajado su categoría y se ha transformado en un ejercicio banal y sin contenido (…) Creo que las fiestas de Street Machine están matando ese nicho cultural”.
El muy respetado Cristián Heyne (Shogún) relató algo similar en entrevista vía messenger con Erick Gravert, el programador de su antiguo sitio web, que aún se puede visitar, claro que ya como pieza arqueológica de la Internet (www2.netexplora.com/arboluna). En ella, Heyne (NO!) se quejaba ante Gravert (egf >>>>>>) por lo fome que era el público que iba a ver a Shogún en vivo. El chateo derivó en lo siguiente:
egf >>>>>> dice:
Como esta moda que traen a DJ’s internacionales y ahora resulta que a todos los weones les gustaba la música electrónica.
egf >>>>>> dice:
Onda que te lleven a tocar en Espacio Riesco.
NO! dice:
Como te digo, ahora es más masivo y chulo. Como esa ordinariez que había antes, el Tantra. Yo creo que la cosa electrónica es chula hace rato.
NO! dice:
Sólo estuvo realmente bien hasta 1996 ó 1997.
¿Y de ahí en adelante? Muy poco. Cada vez menos. Casi nada. Nada.
La música electrónica agoniza en la esfera que la atrapó y pretendió hacerse de ella. Hoy yace entre las carnes de Kathy Drouillas, mareada entre tanto meneo frenético y plástico, y adormilada en el viciado aire de la fiesta que motivó. Algunos exponentes sabrán sacar su nombre de la zona de esnobismo y mediocridad, sobrevivirán a su muerte y viajarán a un nirvana libre de apellidos, uno en que, independiente del sabor y el soporte de sus sonidos, se les tratará por lo que son. Se les llamará simplemente “músicos”.
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