NO PARÉ DE SUFRIR
Estuvimos en “Pare de sufrir”, el día en que regalarían “La rosa ungida con el perfume de María”, una flor que absorbe los males, los mismos que todos sacaron de sus cabezas, en una orquestada catarsis colectiva, con exorcismo mula incluido. Es que aquí el sufrimiento se congela, salvo, claro está, para el bolsillo. Ese pobre sí que sufre. Cómo sufre.
Soy algo insomne. Por más temprano que deba levantarme al día siguiente, mis jornadas suelen terminar pasadas las 02:00 am. No tengo nada que hacerle. En esta dinámica, una de mis mejores compañías en el último tiempo han sido los repuestos Archivos Secretos X.
Una de esas noches, mientras Chilevisión daba un respiro a los siempre agitados Mulder y Scully, un inusual aviso era el sostén para una invitación igualmente inusual: la iglesia “Pare de Sufrir” llamaba a todos los televidentes a asistir el viernes siguiente a su céntrica sede, para recibir totalmente gratis “la rosa ungida con el perfume de María”. Yo no quise quedarme sin un ejemplar de tan sacro regalo, así es que puntualmente estuve ahí ese viernes, a las 20 horas.
“Pare de sufrir” no se llama “Pare de sufrir”. Esa frase es, en realidad, algo así como un eslogan, una idea fuerza. El verdadero nombre de la institución que busca acabar con el sufrimiento humano es “Iglesia Universal del Reino de Dios”, pero el eslogan es tan elocuente que se fue transformando en nombre, y hoy incluso figura arriba de las puertas de su sede, un antiguo teatro de calle Nataniel, a pasos de la Alameda.
En el hall de entrada, mujeres sentadas en una mesa conversan con algunos fieles, y carteles advierten que está prohibido fotografiar o grabar la ceremonia, aunque sea en audio. El teatro se va poblando de a poco, y cuando ya está totalmente lleno aparece arriba del escenario el pastor, vestido de traje y corbata. Con su acento brasileño pide a todos los fieles que se pongan una mano en el corazón y empiecen a cantar. Todos lo siguen, mano derecha en el corazón, mano izquierda al cielo, ojos bien cerrados. Mientras, y desde antes de la salida a escena del pastor, sujetos que parecen meseros del Bar Nacional y mujeres con traje de azafata se pasean por los pasillos del recinto, observando a la audiencia con mirada fiscalizadora, como si buscaran algo. O a alguien.
“Pare de sufrir” es conocida por dos cosas: una es el programa de televisión que emiten en el trasnoche de TVO, en el que los insomnes fieles llaman para que el pastor de turno les diga, precisamente, cómo parar de sufrir; otra es su extendida fama de pedigüeños.
Los rasgos de ese segundo factor no tardan en aparecer. Terminado el cántico inicial, el pastor llama a todos los fieles a que pasen adelante a dejar el sobre con el “diezmo” —es decir, el 10% de los ingresos de los fieles—. El hombre de los teclados hace sonar su instrumento, mientras bajo el escenario se ubican dos “obreros” —que son los garzones del Bar Nacional y las azafatas— con canastos abiertos, listos para recibir los sobres. La gente pasa en masa hacia delante, pero los sobres que caen dentro de los canastos son los menos. La mayoría prefiere depositarlo directamente en las divinas manos del pastor.
Los contribuyentes vuelven a sus asientos. El pastor les dirige unas palabras, hasta que pregunta: “¿Quién está sufriendo?”. Todos sufren. Se repite la pregunta. Se repite la respuesta. El hombre-orquesta pide al pueblo sufriente que se lleve las manos a la cabeza y que cierren los ojos. Que piensen en su sufrimiento, en aquello que los atormenta, y como si lo tuvieran cogido les indica que retiren rápidamente sus manos de la cabeza, mientras gritan a ese dolor: “¡Sale!”. La operación es sucesiva y dura un rato prolongado, en que todo el mundo expulsa los males una y otra vez.
Mientras, el inicial recorrido de los obreros ahora parece cobrar sentido. Cada uno se dirige en particular a un asistente, pidiendo permiso entre los demás hasta llegar a él (o ella). Todo indica que fue detectado y elegido desde un principio. Los obreros le ponen las manos sobre la cabeza y acompañan sus gritos con los propios, sacando los males de adentro del sufriente, incluyendo particularidades —“¡saca ese problema sentimental!”, grita una obrera algunos metros delante de mí—, y zamarreándolo duro y parejo. El griterío es absoluto, la catarsis es total.
El pastor comienza a llamar a la calma a la población sufriente, que aliviada vuelve en sí. En medio de toda la faramalla, una mujer ha sido subida al escenario. Está algo vuelta sobre sí misma, con las piernas levemente flectadas y la cabeza gacha. Permanece inmóvil. Debe tener unos 40 años. El pastor la introduce y anuncia que se comunicará con ella, que sigue inmóvil. “Cuál es tu nombre”, le pregunta. Nada. “Cuál es tu nombre”, repite. Nada otra vez. Ahora la toma por el hombro, y le plantea la pregunta con singular ahínco: “¡Confiesa! ¡Cómo te llamas!”. La mujer, con una voz que ya la hubiera querido el director de El Exorcista, responde esta vez: “Dolor”. “¡Qué más!”, insiste el pastor. “Desilusión”, contesta la poseída mujer.
Luego de la presentación de rigor, el diálogo entre la señora Dolor Desilusión (SDD) y el pastor (P) continúa de la siguiente forma:
P: ¡Dónde estás, dónde está ese dolor!
SDD: En la casa…
P: ¡Dónde más!
SDD: En el vientre…
P: Voy a pedirte tres minutos, nada más que tres minutos, para hablar con ella…
El pastor pone las manos sobre el engendro, y éste vuelve en sí. Ahora ya no es la cosa, sino la mujer, y resulta que ya no se llama ni Dolor ni Desilusión. Ahora se llama Pamela, y (era que no) está sufriendo. El hombre le pregunta por qué sufre, qué le duele. Todo. A Pamela le duele todo. El buen pastor le habla, le dice que “todo va a estar bien mi Dios, en el nombre de Jesús”.
Luego de esto, Pamela se va y la cosa vuelve. El pastor pone su mano izquierda en la cabeza del engendro y comienza a expulsar los muchos demonios que éste lleva dentro. La cosa se pone a tiritar, le dan espasmos, tantos que su abrigo cae. El pastor sigue expulsando demonios, hasta que el engendro con rostro de mujer deja de tiritar. Lentamente vuelve Pamela. El pastor la mira, le pregunta cómo está. “Bien”, responde. “¿Le duele algo? ¿La espalda? ¿El vientre?”. Nada. Todos los dolores y demonios con que Pamela llegó se han ido. Aleluya.
El espectáculo ha sido tan burdo e irrisorio como suena, pero el pueblo sufriente parece haberlo comprado.
Directo al grano
El pueblo sufriente se siente mejor. Despojados de sus dolores, ya están en condiciones de seguir despojándose de algo más. La ceremonia, de este modo, sigue exactamente por donde tiene que seguir.
P: ¿Cómo están? ¿Están contentos? Qué bueno que estén contentos… Ustedes se ríen porque saben lo que les voy a pedir, ¿verdad? ¿Qué les voy a pedir? ¿Qué cosa? Claro, la ofrenda… Hay quienes dicen que nosotros sólo pedimos plata, pero ellos no saben que todo esto cuesta mucho mantenerlo. Porque esta iglesia, los comerciales, el programa de radio, el programa de televisión, todo eso sale muy caro… Primero, los que quieran dar cien mil, cincuenta mil, treinta mil, veinte mil, diez mil, y hasta cinco mil pesos (tal cual), que pasen adelante, y les regalaremos una Biblia.
Muy pocos van. Unas cinco personas, tal vez. Una señora delante de mí mira su monedero. Hay apenas un par de chauchas, que contrastan dramáticamente con las escandalosas cifras que el desinteresado pastor acaba de solicitar. Bajo el escenario se ubican dos obreros. Uno sostiene el canasto que recibirá el aporte. El otro bendice con agua la mano (sí, la mano) que depositó el dinero en el canasto y hace entrega de una edición barata de la Biblia.
Luego de esto, el pastor llama a quienes puedan aportar $4 mil o menos, claro que ellos no se llevarán una Biblia, sino sólo un folleto. El pueblo sufriente esta vez acude en masa.
Terminadas las ofrendas, nadie se salva. “¿Alguien llegó tarde?”, pregunta el pastor. “El que llegó tarde, que pase adelante a dejar el sobre con el diezmo”, solicita. Todos deben cumplir con el mandamiento número 11.
La misa ha avanzado, el final ya se acerca. Y, con éste, el momento más esperado. La rosa ungida con el perfume de María. Los obreros se reparten por todo el lugar, cada uno con decenas de rosas. Una para cada uno, otra más si quiere llevarle a un familiar que no pudo ir. La flor está cubierta en partes por una especie de barniz, que le otorga un penetrante olor. Será ése el perfume de María, suponemos (aunque si María tenía ese olor, la verdad es que olía bastante mal).
Pero lo de la rosa no es así nomás, no pues. Ésta es sólo la primera ocasión. El pastor anuncia que lo de la rosa es a largo plazo. Éste es sólo el primero de siete viernes, en los que se repartirá siempre una rosa con la que hay que volver sí o sí el viernes siguiente porque, si no, la cosa no funciona. La flor, en ese lapso, absorberá todo lo malo de las casas. Y para presionar (perdón, motivar) aun más, junto con la rosa entregan una cuponera con siete cupones, cada uno de los cuales representa a un viernes en particular. En cada uno, y en el viernes correspondiente, hay que escribir algo por lo cual el sufriente quiere que los buenos pastores recen durante la semana. Y los buenos pastores, de seguro, lo harán.
Y para seguir motivando, entregan también un sobre. Por delante dice “Luz”; por el reverso, “Tinieblas”. La idea es que el sufriente anote en la parte luminosa tres cosas buenas que quiere que le pasen, mientras que en la zona oscura debe escribir tres cosas malas que quiere que le dejen de ocurrir. “Ustedes van a venir la próxima semana. Entonces se va a producir una separación. Vamos a separar la Luz de las Tinieblas”, explica el pastor, mientras corta la aleta del sobre, que en siete días más será quemada, haciéndose humo todos los males. Pero nada es gratis, así es que es de imaginar que lo del sobre no es porque sí. La próxima semana no se puede volver sólo con simples anotaciones. Dentro, también debe ir algún aporte, por supuesto.
Antes de irnos, el pastor llama adelante a quienes fueron por primera vez. Les dará una bendición, pero primero es necesario medir el rating, la rentabilidad de los soportes. “¿Quién vino porque lo trajo un familiar? ¿Quién vino por la radio Colo-Colo? ¿Quién vino por la radio Sintonía? ¿Quién vino por el aviso en Chilevisión?”, pregunta el pastor sólo por curiosidad.
Luego vienen las bendiciones, y ahora sí podemos irnos en paz, tranquilos. Ya no hay demonios dentro de nosotros, la señora Dolor recuperó su nombre y la rosa hará lo que resta durante la siguiente semana. Eso sí, si es que cumplimos con los requerimientos del buen pastor. Gracias a él paramos de sufrir, así es que bien vale la pena el esfuerzo. Y otro. Y otro más…
Algunos links en torno al cuenteo de "Pare de Sufrir" en el mundo:
http://www.laprensa.com.ni/archivo/2005/mayo/11/nacionales/nacionales-20050511-23.html
http://www.defiendetufe.org/pare_de_sufrir.htm
http://www.diariode.telecinco.es/dn_31.htm
http://nuevaliteratura.com.ar/polit9.htm
http://es.wikipedia.org/wiki/Iglesia_Universal_del_Reino_de_Dios
http://www.agenciaperu.com/investigacion/2002/ago/paredesufrir.htm
Soy algo insomne. Por más temprano que deba levantarme al día siguiente, mis jornadas suelen terminar pasadas las 02:00 am. No tengo nada que hacerle. En esta dinámica, una de mis mejores compañías en el último tiempo han sido los repuestos Archivos Secretos X.
Una de esas noches, mientras Chilevisión daba un respiro a los siempre agitados Mulder y Scully, un inusual aviso era el sostén para una invitación igualmente inusual: la iglesia “Pare de Sufrir” llamaba a todos los televidentes a asistir el viernes siguiente a su céntrica sede, para recibir totalmente gratis “la rosa ungida con el perfume de María”. Yo no quise quedarme sin un ejemplar de tan sacro regalo, así es que puntualmente estuve ahí ese viernes, a las 20 horas.
“Pare de sufrir” no se llama “Pare de sufrir”. Esa frase es, en realidad, algo así como un eslogan, una idea fuerza. El verdadero nombre de la institución que busca acabar con el sufrimiento humano es “Iglesia Universal del Reino de Dios”, pero el eslogan es tan elocuente que se fue transformando en nombre, y hoy incluso figura arriba de las puertas de su sede, un antiguo teatro de calle Nataniel, a pasos de la Alameda.
En el hall de entrada, mujeres sentadas en una mesa conversan con algunos fieles, y carteles advierten que está prohibido fotografiar o grabar la ceremonia, aunque sea en audio. El teatro se va poblando de a poco, y cuando ya está totalmente lleno aparece arriba del escenario el pastor, vestido de traje y corbata. Con su acento brasileño pide a todos los fieles que se pongan una mano en el corazón y empiecen a cantar. Todos lo siguen, mano derecha en el corazón, mano izquierda al cielo, ojos bien cerrados. Mientras, y desde antes de la salida a escena del pastor, sujetos que parecen meseros del Bar Nacional y mujeres con traje de azafata se pasean por los pasillos del recinto, observando a la audiencia con mirada fiscalizadora, como si buscaran algo. O a alguien.
“Pare de sufrir” es conocida por dos cosas: una es el programa de televisión que emiten en el trasnoche de TVO, en el que los insomnes fieles llaman para que el pastor de turno les diga, precisamente, cómo parar de sufrir; otra es su extendida fama de pedigüeños.
Los rasgos de ese segundo factor no tardan en aparecer. Terminado el cántico inicial, el pastor llama a todos los fieles a que pasen adelante a dejar el sobre con el “diezmo” —es decir, el 10% de los ingresos de los fieles—. El hombre de los teclados hace sonar su instrumento, mientras bajo el escenario se ubican dos “obreros” —que son los garzones del Bar Nacional y las azafatas— con canastos abiertos, listos para recibir los sobres. La gente pasa en masa hacia delante, pero los sobres que caen dentro de los canastos son los menos. La mayoría prefiere depositarlo directamente en las divinas manos del pastor.
Los contribuyentes vuelven a sus asientos. El pastor les dirige unas palabras, hasta que pregunta: “¿Quién está sufriendo?”. Todos sufren. Se repite la pregunta. Se repite la respuesta. El hombre-orquesta pide al pueblo sufriente que se lleve las manos a la cabeza y que cierren los ojos. Que piensen en su sufrimiento, en aquello que los atormenta, y como si lo tuvieran cogido les indica que retiren rápidamente sus manos de la cabeza, mientras gritan a ese dolor: “¡Sale!”. La operación es sucesiva y dura un rato prolongado, en que todo el mundo expulsa los males una y otra vez.
Mientras, el inicial recorrido de los obreros ahora parece cobrar sentido. Cada uno se dirige en particular a un asistente, pidiendo permiso entre los demás hasta llegar a él (o ella). Todo indica que fue detectado y elegido desde un principio. Los obreros le ponen las manos sobre la cabeza y acompañan sus gritos con los propios, sacando los males de adentro del sufriente, incluyendo particularidades —“¡saca ese problema sentimental!”, grita una obrera algunos metros delante de mí—, y zamarreándolo duro y parejo. El griterío es absoluto, la catarsis es total.
El pastor comienza a llamar a la calma a la población sufriente, que aliviada vuelve en sí. En medio de toda la faramalla, una mujer ha sido subida al escenario. Está algo vuelta sobre sí misma, con las piernas levemente flectadas y la cabeza gacha. Permanece inmóvil. Debe tener unos 40 años. El pastor la introduce y anuncia que se comunicará con ella, que sigue inmóvil. “Cuál es tu nombre”, le pregunta. Nada. “Cuál es tu nombre”, repite. Nada otra vez. Ahora la toma por el hombro, y le plantea la pregunta con singular ahínco: “¡Confiesa! ¡Cómo te llamas!”. La mujer, con una voz que ya la hubiera querido el director de El Exorcista, responde esta vez: “Dolor”. “¡Qué más!”, insiste el pastor. “Desilusión”, contesta la poseída mujer.
Luego de la presentación de rigor, el diálogo entre la señora Dolor Desilusión (SDD) y el pastor (P) continúa de la siguiente forma:
P: ¡Dónde estás, dónde está ese dolor!
SDD: En la casa…
P: ¡Dónde más!
SDD: En el vientre…
P: Voy a pedirte tres minutos, nada más que tres minutos, para hablar con ella…
El pastor pone las manos sobre el engendro, y éste vuelve en sí. Ahora ya no es la cosa, sino la mujer, y resulta que ya no se llama ni Dolor ni Desilusión. Ahora se llama Pamela, y (era que no) está sufriendo. El hombre le pregunta por qué sufre, qué le duele. Todo. A Pamela le duele todo. El buen pastor le habla, le dice que “todo va a estar bien mi Dios, en el nombre de Jesús”.
Luego de esto, Pamela se va y la cosa vuelve. El pastor pone su mano izquierda en la cabeza del engendro y comienza a expulsar los muchos demonios que éste lleva dentro. La cosa se pone a tiritar, le dan espasmos, tantos que su abrigo cae. El pastor sigue expulsando demonios, hasta que el engendro con rostro de mujer deja de tiritar. Lentamente vuelve Pamela. El pastor la mira, le pregunta cómo está. “Bien”, responde. “¿Le duele algo? ¿La espalda? ¿El vientre?”. Nada. Todos los dolores y demonios con que Pamela llegó se han ido. Aleluya.
El espectáculo ha sido tan burdo e irrisorio como suena, pero el pueblo sufriente parece haberlo comprado.
Directo al grano
El pueblo sufriente se siente mejor. Despojados de sus dolores, ya están en condiciones de seguir despojándose de algo más. La ceremonia, de este modo, sigue exactamente por donde tiene que seguir.
P: ¿Cómo están? ¿Están contentos? Qué bueno que estén contentos… Ustedes se ríen porque saben lo que les voy a pedir, ¿verdad? ¿Qué les voy a pedir? ¿Qué cosa? Claro, la ofrenda… Hay quienes dicen que nosotros sólo pedimos plata, pero ellos no saben que todo esto cuesta mucho mantenerlo. Porque esta iglesia, los comerciales, el programa de radio, el programa de televisión, todo eso sale muy caro… Primero, los que quieran dar cien mil, cincuenta mil, treinta mil, veinte mil, diez mil, y hasta cinco mil pesos (tal cual), que pasen adelante, y les regalaremos una Biblia.
Muy pocos van. Unas cinco personas, tal vez. Una señora delante de mí mira su monedero. Hay apenas un par de chauchas, que contrastan dramáticamente con las escandalosas cifras que el desinteresado pastor acaba de solicitar. Bajo el escenario se ubican dos obreros. Uno sostiene el canasto que recibirá el aporte. El otro bendice con agua la mano (sí, la mano) que depositó el dinero en el canasto y hace entrega de una edición barata de la Biblia.
Luego de esto, el pastor llama a quienes puedan aportar $4 mil o menos, claro que ellos no se llevarán una Biblia, sino sólo un folleto. El pueblo sufriente esta vez acude en masa.
Terminadas las ofrendas, nadie se salva. “¿Alguien llegó tarde?”, pregunta el pastor. “El que llegó tarde, que pase adelante a dejar el sobre con el diezmo”, solicita. Todos deben cumplir con el mandamiento número 11.
La misa ha avanzado, el final ya se acerca. Y, con éste, el momento más esperado. La rosa ungida con el perfume de María. Los obreros se reparten por todo el lugar, cada uno con decenas de rosas. Una para cada uno, otra más si quiere llevarle a un familiar que no pudo ir. La flor está cubierta en partes por una especie de barniz, que le otorga un penetrante olor. Será ése el perfume de María, suponemos (aunque si María tenía ese olor, la verdad es que olía bastante mal).
Pero lo de la rosa no es así nomás, no pues. Ésta es sólo la primera ocasión. El pastor anuncia que lo de la rosa es a largo plazo. Éste es sólo el primero de siete viernes, en los que se repartirá siempre una rosa con la que hay que volver sí o sí el viernes siguiente porque, si no, la cosa no funciona. La flor, en ese lapso, absorberá todo lo malo de las casas. Y para presionar (perdón, motivar) aun más, junto con la rosa entregan una cuponera con siete cupones, cada uno de los cuales representa a un viernes en particular. En cada uno, y en el viernes correspondiente, hay que escribir algo por lo cual el sufriente quiere que los buenos pastores recen durante la semana. Y los buenos pastores, de seguro, lo harán.
Y para seguir motivando, entregan también un sobre. Por delante dice “Luz”; por el reverso, “Tinieblas”. La idea es que el sufriente anote en la parte luminosa tres cosas buenas que quiere que le pasen, mientras que en la zona oscura debe escribir tres cosas malas que quiere que le dejen de ocurrir. “Ustedes van a venir la próxima semana. Entonces se va a producir una separación. Vamos a separar la Luz de las Tinieblas”, explica el pastor, mientras corta la aleta del sobre, que en siete días más será quemada, haciéndose humo todos los males. Pero nada es gratis, así es que es de imaginar que lo del sobre no es porque sí. La próxima semana no se puede volver sólo con simples anotaciones. Dentro, también debe ir algún aporte, por supuesto.
Antes de irnos, el pastor llama adelante a quienes fueron por primera vez. Les dará una bendición, pero primero es necesario medir el rating, la rentabilidad de los soportes. “¿Quién vino porque lo trajo un familiar? ¿Quién vino por la radio Colo-Colo? ¿Quién vino por la radio Sintonía? ¿Quién vino por el aviso en Chilevisión?”, pregunta el pastor sólo por curiosidad.
Luego vienen las bendiciones, y ahora sí podemos irnos en paz, tranquilos. Ya no hay demonios dentro de nosotros, la señora Dolor recuperó su nombre y la rosa hará lo que resta durante la siguiente semana. Eso sí, si es que cumplimos con los requerimientos del buen pastor. Gracias a él paramos de sufrir, así es que bien vale la pena el esfuerzo. Y otro. Y otro más…
Algunos links en torno al cuenteo de "Pare de Sufrir" en el mundo:
http://www.laprensa.com.ni/archivo/2005/mayo/11/nacionales/nacionales-20050511-23.html
http://www.defiendetufe.org/pare_de_sufrir.htm
http://www.diariode.telecinco.es/dn_31.htm
http://nuevaliteratura.com.ar/polit9.htm
http://es.wikipedia.org/wiki/Iglesia_Universal_del_Reino_de_Dios
http://www.agenciaperu.com/investigacion/2002/ago/paredesufrir.htm